Es algo invisible para nosotros, pero forma el 22% de toda la materia del universo y tan solo un 4% lo forma la llamada materia normal.
En 1933, el astrónomo suizo Fritz Zwicky intentó pesar la constelación de Coma Berenices midiendo el movimiento de sus galaxias. Descubrió que la masa debía ser al menos dos veces mayor que la observable. Su revelación durmió el sueño de los justos hasta 1977, cuando la científica estadounidense Vera Rubin dedujo que para explicar la rotación de las galaxias espirales era insuficiente la masa atribuible a estrellas y nebulosas.
Ni los telescopios de luz visible o infrarroja, ni radiotelescopios, ni satélites de observación en el espectro ultravioleta... ninguno es capaz de detectar la escurridiza materia oscura. Entonces, ¿cómo dar con ella? El primer método es captar en los laboratorios enterrados bajo las montañas como el de Canfranc, en Huesca, cuando nuestro planeta la atraviesa. También es posible rastrear su interacción con el entorno.
Según la mecánica cuantica, el vacío no existe: es un hervidero de partículas que aparecen y desaparecen en un santiamén, lo que proporcionaría el empujón para la expansión del universo.